sábado, 11 de febrero de 2012

LA IMPUNE DESTRUCCIÓN DEL PLANETA



 Desde el siglo XIX, la humanidad se ha transformado en una máquina que devora el planeta a una velocidad superior a su funcionamiento biológico natural. Las consecuencias del imparable calentamiento global y de la pérdida de vida ecológica plantean un marco impredecible para las próximas décadas en el que las condiciones de vida de miles de millones de personas podrían verse radicalmente afectadas.


Ante este panorama tan desolador, del que todos estamos en mayor o menor medida avisados, no se intuye una respuesta significativa por parte de la sociedad. El deterioro medioambiental es una consecuencia inevitable del funcionamiento natural del capitalismo, basado en la conquista continua de nuevos mercados que explotar para fomentar el consumo en una población creciente. 

El problema es que, mientras la población mundial en el año 1800 era de 1.000 millones de personas, los estudios demográficos prevén que en 2050 se alcancen los 9.000 millones. Son nueve veces más consumidores en apenas 250 años. Todo esto ha sido posible por la industrialización y urbanización de nuestras sociedades, esfuerzo para el que ha sido necesario valerse de fuentes de energía como el carbón o el petróleo que han supuesto un grave daño para el planeta. 

Además, el mundo occidental ha cuadruplicado su nivel de vida en los últimos 50 años a la vez que la esperanza de vida se ha duplicado en el último siglo. El resultado es un número creciente de individuos que viven mucho más y que, por consiguiente, consumen a un ritmo que arrasa cualquier idea de sostenibilidad medioambiental. 

Lamentablemente, los responsables del sistema económico y político imperante entienden que su éxito personal sería imposible bajo otras reglas del juego. Para que las clases más poderosas puedan seguir expandiendo su poder, el planeta tiene que sufrir. Por tanto, con el objetivo de asegurar la supervivencia de nuestro planeta para las próximas generaciones, los que más poder tienen deben verse forzados a cambiar.
Sin embargo, las fuerzas sociales no parecen estar por la labor de exigir un mayor compromiso medioambiental a sus dirigentes. 

En una crisis de valores como la que vive el mundo actualmente, se impone la tendencia de pensar en el corto plazo y en la superación de las duras condiciones económicas. El objetivo de los siguientes párrafos en transmitir que la conservación del planeta es una responsabilidad cuyo cumplimiento debemos exigir.

Situación ecológica y cambio climático:
En primer lugar, resulta imprescindible tener en consideración la actual crisis de la biodiversidad dentro de la crisis medioambientes, protagonizada por el calentamiento global. En este momento, el planeta Tierra está atravesando su sexta crisis de extinción de especies, según afirma Michael Loreau en el Programa Internacional de Investigación Diversitas. También añade que “la tasa de extinción es cien veces más alta de lo que era en promedio en tiempos geológicos”. En este sentido, James Lovelock, científico inglés, recuerda que la Tierra se comporta como un organismo autorregulado. 

El mensaje de Lovelock es muy pesimista: “Con el calentamiento climático, la mayor parte de la superficie del globo se transformará en desierto. Los supervivientes se agruparán alrededor del Ártico. Pero no habrá sitio para todos, entonces habrá guerras, multitudes enfurecidas, señores de la guerra. No es la Tierra la que está amenazada, sino la civilización”. Ha crecido la preocupación entre los científicos, y es que el clima podría sufrir alteraciones brutales demasiado rápido como para que la acción humana pueda corregir el desequilibrio. 

La teoría científica del calentamiento global fue elaborada en el siglo XIX, redescubierta en 1970 y muy estudiada a partir de 1980. El cambio climático está causado por la intensificación del efecto invernadero. Algunos gases como dióxido de carbono o el metano tienen la propiedad de mantener cerca del planeta una parte de la radiación que éste refleja hacia el espacio. La acumulación reciente de estos gases hace que suba la temperatura media de la Tierra. 

Como argumento contra el escepticismo, a continuación encontramos pruebas de que el cambio climático ha comenzado, esquematizadas por El País:

Más emisiones. Los gases de efecto invernadero repuntaron en 2010 a niveles récord. Lo hicieron tras dos años de descenso por la crisis. Las emisiones alcanzaron unas 30,6 gigatoneladas, el 5% más que el anterior récord, de 2008. La crisis redujo la demanda de energía, pero ha vuelto a crecer y, con la energía, la emisión de dióxido de carbono.
Más CO2. La concentración de CO2 en la atmósfera crece de forma continuada. Desde 1750, su abundancia atmosférica ha aumentado en un 39% y ya está en 389 partes por millón, un nivel realmente preocupante.
Menos tiempo. Según la Agencia Internacional de la Energía, el mundo dispone de cinco años de plazo para limitar el calentamiento a cifras tolerables.
Más fenómenos extremos. El Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC) ha concluido que este siglo habrá un exceso de calor, con inundaciones, ciclones, aludes y sequías debido al calentamiento.

El incremento medio para finales de siglo debería situarse entre 1,4 y 5,8 grados centígrados, según el GEIC (Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático). La temperatura media del globo es de 15 grados. Unos cuantos grados lo cambian todo. Conviene recordar que hace 20.000 años, en época glaciar, la temperatura era solo 5 grados inferior.

Como la modificación del clima es un proceso a largo plazo, la potencial interrupción de las emisiones de gas no interrumpiría el cambio climático de forma inmediata. Muchos siguen funcionando en la atmósfera durante varias décadas. Ya no podemos volver a la etapa previa a la Revolución Industrial y eliminar esas emisiones del curso de la historia. La única acción humana queda, realísticamente, en frenar el incremento y dejarlo en 2 o 3 grados centígrados a finales del siglo XXI. 

En comparación con el pasado, el calentamiento que estamos viviendo se produce muy rápidamente. El umbral está cifrado por los científicos en 2 grados. Una vez traspasado ese umbral pueden medirse las consecuencias, pero lo cierto es que es imprevisible. El clima se podría acelerarse en estos puntos:

-          - Gran parte del gas emitido por la humanidad es absorbido por la vegetación y los océanos. Si se saturasen, la totalidad del gas carbónico se quedaría en la atmósfera. La vegetación y los océanos podrían incluso empezar a expulsar CO2 que tienen almacenado.
-       -  Groenlandia y el continente antártico podrían descongelarse rápidamente, lo que elevaría el nivel del mar más allá de lo previsto en 2001 por el GEIC. Podría subir más de tres metros.
-         - Los hielos reflejan los rayos solares frenando el calentamiento. Sin hielos, el calentamiento tiene vía libre.
-         - El calentamiento es más acelerado en las latitudes más altas, lo que deja a Siberia en peligro, así como su permafrost o pergelisol, una capa de 25 metros de profundidad que alberga 500 mil millones de toneladas de carbono. 

Como alarma tenemos el calor extremo de verano de 2003 en Europa. Hervé Kempf, periodista de Le Monde encargado de cuestiones medioambientales y autor del libro Cómo los ricos destruyen el planeta, dice: “Podemos basarnos en los desastres limitados de hoy para esbozar el rostro del mañana”. El permafrost podría descongelarse y empezar a soltar carbón en 100 años. “Un calentamiento de 8 grados en un siglo parece muy poco probable, pero deja de serlo en un periodo de dos siglos si utilizamos todo el petróleo, desarrollamos la producción de esquistos bituminosos  y quemamos la mitad del carbón” Steiphen Schneider. En 2007, el GEIC estima que el calentamiento podría superar los 5,8 grados. 

No hay que olvidarse de la crisis de la biodiversidad. La desaparición de especies es tan generalizada que “somos responsables de la sexta mayor extinción de la historia de la Tierra, la más importante desde la desaparición de los dinosaurios hace 65 millones de años”, según el Informe de Biodiversidad Global de 2006.  La lista roja de especies en peligro de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, en su edición de 2009, alerta de que, entre las 47.677 analizadas, 17.291 estaban en peligro de extinción (el 36%).

Es una prueba más de la velocidad a la que la humanidad está transformando el medio ambiente. La principal causa de que tantas especies estén en peligro es la destrucción de sus hábitats. En este sentido, el Millenium Ecosystem Assessment prueba que desde 1950 se han convertido más tierras para la agricultura que en los siglos XVIII y XIX. El informe añade: “La actividad humana ejerce una presión tal sobre las funciones naturales del planeta que la capacidad de respuesta de los ecosistemas a las demandas de las generaciones no está garantizada”. 

La pérdida de  diversidad provocaría situaciones extremas.  El resultado es que, a partir de una cierta extinción de especies, las consecuencias serían imprevisibles. Los océanos, el principal ecosistema del mundo, ya empiezan a tener problemas para soportar los residuos humanos. Están sobreexplotados. Por cada kilómetro cuadrado de océano flotan 18.000 trozos de plástico. La alta mar empieza a ser coto de pesca mayor, de investigación y, cada vez con mayor frecuencia, objeto de introspecciones petrolíferas.
Además, los científicos discuten sobre el vínculo entre la contaminación de los individuos y el aumento regular de los cánceres. Incluso la prolongación de la esperanza de vida podría detenerse próximamente por culpa de la exposición a la contaminación o los hábitos sedentarios impuestos por la cultura de los poderosos.  

La situación, conocida por todos, no parece influir en la clase política. En el intervalo entre 1997 y 2007, los grandes países han aumentado de forma muy considerable sus emisiones de CO2. Solo Rusia, y gracias a su gran poder en el suministro de gas, ha reducido sus emisiones en términos considerables. Polonia y Alemania forman parte de esos dignos ejemplos con sus recortes de emisiones por encima del 10%.
España ha pasado de 206 millones de toneladas a 345. Estados Unidos ha pasado de 4863 a 5769. Lo peor es que todo el mundo en desarrollo toma ejemplo. Irán, Corea del Sur, Indonesia, India, Arabia Saudí y China han, al menos, duplicado sus emisiones. El caso de China es el más sangrante, pues ha pasado de 2244 a 6071, convirtiéndose en el líder de emisiones a nivel planetario, según afirma el Informe de Emisiones de C02 que la Agencia Internacional de Energía publicó en 2009.

El título de campeón de la contaminación tiene dueño absoluto. China empieza a sufrir las consecuencias del crecimiento desenfrenado. 20 de las 30 ciudades que más aire contaminado poseen son chinas. El Instituto Worldwatch afirma: “El aire chino está tan saturado de dióxido de azufre que el país ha sufrido lluvias ácidas de una gravedad pocas veces igualada. 

La comunidades internacional, incluida la ONU, clasifica a Pekín como una de las ciudades más contaminantes del mundo debido a su creciente consumo de energía (basado en fuentes fósiles) y producción automovilística. Greenpeace dice: “La capital ha multiplicado por más de dos el consumo de carbón en los últimos 10 años, por lo que ahora hay más hollín en la atmósfera, junto con otros contaminantes secundarios como dióxido de azufre y óxidos de nitrógeno, que también contribuyen a la niebla tóxica”.

Ya se puede concluir que el esfuerzo por limitar la contaminación llevado a cabo en 2008 fue un simple maquillaje de cara a los Juegos Olímpicos celebrados en la capital china. José Reinoso afirma en El País: “Clausuraron plantas de producción de electricidad, sacaron industrias de la ciudad, jubilaron autobuses y taxis obsoletos, sustituyeron miles de calderas de carbón por otras de gas, paralizaron las obras y restringieron el número de coches en las calles”.
 
Es cierto que todo el mundo occidental lleva creciendo desde finales del siglo XVIII a costa de una brutal degradación medioambiental. No hay por qué pensar que los ahora emergentes no tengan derecho a hacer lo mismo. Sin embargo, el amortiguador ecológico con el que contábamos hace 200 años ha desaparecido. Teniendo en cuenta las potenciales necesidades energéticas de los 3.000 millones de habitantes que en las próximas décadas  sumarán China e India, el planeta puede empezar a temblar. 

La consecuencia es que la huella ecológica de nuestras sociedades supera la biocapacidad del planeta. Según el experto suizo Mathis Wackernagel, desde 2002, la humanidad consume más recursos de los que produce el planeta.  La huella ecológica supera (1,2) a la biocapacidad. Por tanto, resulta necesario englobar en un mismo frente al cambio climático, a la crisis de la biodiversidad y a la contaminación de los ecosistemas. Cualquier modificación en una de ellas afectaría directamente a las demás. Como ejemplo, el cambio climático provocaría la desaparición de más del 30% de las especies vivas. Igualmente, la desaparición de especies acelera el calentamiento global. 


La huella del capitalismo:
La situación ecológica del planeta se agrava a tal velocidad que los esfuerzos son insuficientes para frenarla. Además, el capitalismo, carente de alternativas, se resiste ciegamente, casi por naturaleza, a cambiar de filosofía en pos de la sostenibilidad. El problema es que no se llega a poner en relación a la ecología con lo social. 

La necesidad que tienen los capitalistas de mantener el orden establecido para seguir en una posición privilegiada, de enorme atractivo para las clases medias, está por encima del mantenimiento del planeta.  Es más importante el crecimiento económico que la sostenibilidad. Son conscientes de que las consecuencias no las van a pagar ellos, ni por generación ni por estrato social, pues los primeros efectos son para los pobres. En este panorama, parece lógico que sean los ricos los que primero deben de bajar el consumo para que el resto tome nota. El lema de Hervé Hempf es claro: consumir menos, repartir mejor. 

Ya que la crisis ecológica está causada por la voracidad del sistema capitalista, habría que preguntarse qué tendría que pasar para que el modo de consumo energético se viniera abajo. La gran fuente energética sigue siendo el petróleo, y mientras siga habiendo pozos petrolíferos será difícil que cambie el sistema. Prueba de ello es que la petrolera estadounidense Exxon es la mayor empresa del mundo. 

El pico de Hubbert es una teoría basada en la idea de que, a partir de un determinado momento, el precio de extracción de crudo comienza a elevarse de forma regular mientras que la producción comienza a decrecer. Sería entonces cuando el aumento en el precio del petróleo difícilmente podría ser asumido por el sistema. La teoría está aceptada por la comunidad científica. La duda es en qué momento ocurrirá.
 Sin embargo, la posibilidad de hallazgos petrolíferos en el Ártico podría representar un soplo de aire para el petróleo. Resulta paradójico y hasta siniestro que el sistema se valga de la principal alarma del cambio climático para perpetuar el modo productivo responsable del mismo. Solo el ser humano podría cegarse a sí mismo, ignorando cualquier consecuencia futura.

Otro ejemplo de el ser humano persiste en tener sus ojos vendados es su lucha infatigable para seguir contando con el carbón. En la cumbre de Durban, los países han considerado que la técnica de enterrar gas sea considerada como mecanismo de desarrollo limpio. Podría tratarse de un mercado multimillonario. La Agencia Internacional de la Energía llama al carbón el “combustible invisible”.

Rafael Méndez explica: Pese al desarrollo de las renovables, un 40% de la nueva potencia instalada en la última década se produjo con térmicas de carbón, especialmente en China e India. La mayoría de los Gobiernos ha invertido en el desarrollo de la tecnología de captura y enterramiento del gas”. Parece claro que países que dependen del carbón o que han apostado fuertemente por él (Australia, Sudáfrica, Arabia Saudí o China) han presionado mucho para que se apruebe.

Los Gobiernos entienden que es una de las pocas posibilidades para seguir quemando carbón y dar respuesta al imparable deseo energético de China e India. Sin embargo, la técnica no es ninguna panacea: su coste sigue siendo demasiado alto y, por el momento, no satisface los planes de desarrollo que muchos países habían previsto. 

Aida Vila, de Greenpeace, criticó duramente la aprobación: "Es condenar a generaciones futuras en países pobres con una tecnología con unos problemas de seguridad que no tienen las renovables". Vila considera que en Durban "intentan dar vida al carbón, un combustible fósil que se muere" por la presión de la industria.
Todo cambio brusco en el capitalismo debería venir por un hundimiento en los sistemas productivos de China y Estados Unidos, algo poco probable. A partir de ahí, todas las hipótesis estarías abiertas. Sin duda, cualquier incertidumbre en el liderazgo mundial representaría una inestabilidad creciente en Oriente Medio y, en general, en toda la OPEP. 

Cualquier enfrentamiento entre Irán y Arabia Saudí, especialmente si se cierra Ormuz, representaría un tremendo jaque a la seguridad mundial. Cuando se lleva al capitalista contra las cuerdas las consecuencias pueden ser imprevisibles. Medios no le faltarían para organizar una catástrofe en condiciones. 

Es cierto que algunos aspectos sí se han trabajado. Ha habido una importante reducción de las emisiones atmosféricas de plomo, de los CFC (sustancias que destruyen el Ozono) y de carburantes como los óxidos de nitrógeno y el monóxido de carbono. También es cierto que el consumo de agua se está estabilizando y que la superficie forestal crece tímidamente. Sin embargo, son solo pequeños pasos. El órdago que supone el cambio climático exige respuestas mucho más contundentes. 

 Y no hay pasos más firmes por la propia naturaleza del capitalismo. “La búsqueda del crecimiento material es para la oligarquía la única forma de hacer que las sociedades acepten desigualdades extremas sin cuestionarlas. El crecimiento crea, en efecto, un excedente aparente de riquezas que permite lubricar el sistema sin modificar su estructura”, expone Kempf. Es cierto que las clases medias son también responsables, pero no dejarán de consumir mientras ese sea el patrón que rija el orden social. 

La pasión por el riesgo es una adicción entre los poderosos. La lógica nos dice que deberían ser los que más teman la catástrofe, pues son los que, aparentemente, más tendrían que perder. Son es así. Sin embargo, parecen encantados de bordear el límite. Las crisis venideras, tanto económicas como ecológicas, pondrán en jaque al sistema. 

Kempf enumeran una serie de causas del abandono que padece el clima:
1-      Muchos dicen que la situación no es tan grave. Nos adaptaremos de forma casi espontánea.
2-      Los que controlan el sistema creen que todo va bien mientras crezca el PIB, aunque vaya en contra de la biocapacidad.
3-      Las elites dirigentes son incultas respecto a ecología y cualquier medida no sería un triunfo personal, sino que tendrían que cedérselo a sus ministros. Y ya se sabe que el poder tiende al egocentrismo.
4-      El modo de vida de las clases ricas les permite percibir lo que las rodea. El occidental medio pasa gran parte de su vida en un lugar cerrado y, claro, en el ámbito urbano.
5-      La caída de la URSS y del Socialismo Real han reafirmado al capitalismo en su carácter expansivo y, al no tener que reafirmarse como sistema democrático e igualitario respecto al comunismo, se ha quitado el disfraz y ha devorado todo lo que pasaba por su lado. 

La consecuencia es que, con todo el conocimiento que hay sobre el tema y la infinidad de medios para paliar a nuestro enfermo planeta, si todo sigue así es porque quien tiene poder para cambiarlo prefiere mirar para otro lado. 


Pobreza y desigualdad:
La Unión Europea establece la línea de la pobreza en el 60% de la renta media. En el siglo XXI, ese porcentaje de pobres ha crecido hasta superar el 20% de la población en países tan aparentemente desarrollados como Gran Bretaña, Japón y Estados Unidos. Más que de pobreza estaríamos hablando de precariedad, pues este porcentaje de la población occidental sigue teniendo  condiciones de vida mucho mejores que las que tienen muchos en el tercer mundo. 

El Bip 40 (Barómetro de la desigualdad y la pobreza) expresa que en los últimos veinte años se está dando un aumento de las desigualdades y la pobreza. Kempf dice que una décima parte de la población controla el 40% de la riqueza mundial, cuando en 1945 solamente controlaba el 32%. En definitiva, la generación actual de jóvenes no puede alcanzar el nivel de protección social con la que contaban sus progenitores.

Peter Drucker había advertido de la situación:”Hace veinte años el factor multiplicador entre el sueldo medio de una empresa y el sueldo máximo era de 20. Actualmente, nos acercamos a los 200”.Otro dato escalofriante, ofrecido por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, es que la renta total de las 500 personas más ricas del mundo es superior a las 416 millones más pobres. 

La desigualdad también se eleva a nivel planetario. El PNUD explica cómo en 1990 el ciudadano estadounidense era 38 veces más rico que el de Tanzania. Hoy es 61 veces más rico. Además, el que prospera en estos países pobres se vincula más a los millonarios occidentales que al tejido social nacional.
El razonamiento es que si queremos reducir la pobreza habrá que empezar por reducir la desigualdad. Para ello, es indispensable que los poderosos quiten el pie del acelerador económico que llevan pulsando demasiado tiempo. Hasta tal punto que Kempf defiende que la clase opulenta se ha separado del resto de la sociedad. “Los oligarcas vives separados de la plebe. No se dan cuenta de cómo viven los pobres o los empleados, no lo saben y no quieren saberlo”. Ciertamente, le dan la espalda tanto a la pobreza que provocan en sus contemporáneos como a la herencia ecológica que recibirán las generaciones venideras. 

No son ellos los que pagan las consecuencias. Y es que la pobreza está muy ligada a la crisis ecológica, pues los más afectados son los que menos tienen. Son los pobres los que viven en los lugares más contaminados del planeta, en zonas industriales y de recolección de basura. Las catástrofes naturales (maremotos, huracanes, inundaciones) se ceban con los que no tienen recursos para protegerse físicamente ni seguros para mantener sus hogares, si es que los tenían. A pesar de que las emisiones vengan del mundo occidental, el efecto del cambio climático será evidente, sobre todo, en las zonas más pobres del mundo.

Es a los campesinos con menos recursos a los que se ha desplazado de sus tierras para ampliar el tejido industrial en los países emergentes, sobre todo China.  De hecho, los agricultores del mundo occidental, que necesitan de una infinidad de recursos para mantener su posición privilegiada, acaban explotando a los de los países en desarrollo. En su camino, los países ricos consumen demasiada agua, emplean peligrosos pesticidas y contaminan el agua con todo tipo de nitratos. 

Las perspectivas medioambientales de la OCDE decían en 2001 que “las presiones ejercidas por el consumo sobre el medio ambiente se han intensificado en la segunda mitad del siglo XX y, durante los próximos 20 años, seguramente seguirán intensificándose”. Como prueba de lo complicado que es tratar el tema, el estudio de la OCDE no se ha renovado desde entonces. 


La clase política mira para otro lado:
Los políticos lo consideran, con buen criterio, un asunto a largo plazo que no va a dar beneficios electorales. Y como persiguen exclusivamente alcanzar el poder y mantenerse en él, la ecología pasa a ser un aspecto secundario. El Protocolo de Kioto entró en vigor en 2005, pero su primer periodo concluía en 2012. Estados Unidos no lo ratificó y el texto dejaba sin compromisos a países emergentes como China, Brasil o India. 

En 2007, en Bali, los países acordaron que en 2009 se debería crear un nuevo instrumento más ambicioso. Sin embargo, la cita de Copenhague fue un fracaso estrepitoso ante la atenta mirada de más de 150 jefes de Estado y Gobierno. En 2011, la ONU trató de buscar una solución en Durban, pero lo único que logró fue evitar la ruptura de las negociaciones, postergando hasta al menos 2015 la firma de un pacto vinculante que, en una puesta en práctica ideal sería efectivo a partir de 2020. 

No habrá un acuerdo significativo sin el sincero compromiso de Estados Unidos y China, algo que hoy en día suena a utopía. Además, el gigante norteamericano tiene en su ámbito parlamentario una clara contradicción que da al Congreso una mayoría de bloqueo para frenar cualquier decisión drástica. Mientras, la opinión pública norteamericana es cada vez más escéptica. Yvo De Boer, exresponsable de la ONU para el Cambio Climático, sentenció. “Creo que Copenhague habría sido muy distinta si antes el Senado de EE UU hubiera aprobado la ley de cambio climático”.

Rafael Méndez afirma: “Estas cumbres ya han demostrado que todos saben llegar a acuerdos siempre que no sean inmediatos. En Bali, todos acordaron que habría acuerdo, pero cuando dos años después llegó la fecha, no sirvió de nada. En Copenhague, los presidentes pactaron limitar el calentamiento a dos grados centígrados pero con los compromisos -voluntarios- que cada país ha enviado a la ONU no se acercan ni de lejos”.

Su experiencia en la materia le permite a Yvo De Boer explicar muchas cosas: “Me da la impresión de que los Gobiernos no quieren avanzar y no han dado ese mandato a los negociadores. El cambio climático está tan relacionado con los intereses económicos que la negociación necesita empuje al máximo nivel. Y ahora no hay ese liderazgo. No lo hay en los países industrializados, preocupados con la crisis económica y financiera, y creen que debería haber más compromiso de los países en desarrollo. Y estos grandes emergentes dicen que no se comprometen porque no ven liderazgo de los desarrollados. Solo los líderes pueden romper ese bloqueo”.

De Boer trata de trazar un plan futuro: “Hay tres aspectos que cambiar. Veremos cada vez más impactos adversos del cambio climático y eso va a despertar a la gente, aunque espero que no sea muy tarde. En segundo lugar, veo, especialmente en China, la conciencia de que hay que ir hacia una economía verde, y espero que eso despierte a los Gobiernos al ver que pierden la carrera de la innovación frente a países en desarrollo. Y, finalmente, espero que al salir de la crisis el pensamiento en Europa empiece a cambiar.”
El tono pesimista que se observa en un hombre que conoce los entresijos de las negociaciones es una prueba evidente de la poca iniciativa de la clase política. Finalmente, el exresponsable de la ONU concluye: “Los países bloquean los avances porque no ven que los resultados sirvan a sus intereses nacionales. Debemos llegar a una situación en la que a los países les parezca interesante”. 


Durban:
La cumbre que concluyó el 12 de diciembre de 2011 en la ciudad sudafricana limitó sus resultados a comprometer a todos los países a abrir un proceso de negociación con el objetivo de alcanzar un pacto sobre el clima en 2015 que entraría en vigor a partir de 2020. Es decir, un acuerdo de buenas intenciones y con todo por concretar, sobre todo cómo se repartirá el recorte de emisiones. Se trata de “un proceso para desarrollar un protocolo, otro instrumento legal o un resultado acordado con fuerza legal bajo la convención aplicable a todas las partes". 

Entre los muchos obstáculos para alcanzar un acuerdo vinculante en 2015 (crisis en el crecimiento económico de occidente, consumo energético de los países emergentes o una economía mundial que funciona a distintas velocidades) estaba la posición de India, un país molesto por estar considerado en el mismo saco que China pese a que sus emisiones por habitantes son un tercio en comparación con Pekín.

La UE ha decidido prorrogar Kioto casi en solitario (Suiza, Noruega, Nueva Zelanda y quizás Australia podrían añadirse) en un fracaso de las negociaciones internacionales. La comisaria de Acción para el Clima, Connie Hedegaard, ha declarado: "Seamos claros: la UE apoya el Protocolo de Kioto, pero es evidente que un segundo periodo de Kioto con solo la UE, que representa el 11% de las emisiones mundiales, no basta para el clima”. La fecha de caducidad de Kioto queda, sin embargo, pendiente para la cumbre de Catar a finales de 2012. 

El avance del siglo XXI ha consolidado una nueva estrategia de los bloques de negociación. Ya no hablamos de Norte vs Sur o pobres contra ricos. El poder económico de los países emergentes y sus expectativas de crecimiento les ha situado, sobre todo a China, India y en menor medida Brasil, como un bloque de presión cuya tendencia hace muy difícil plantearse un acuerdo global. 

Son tres países que, en el transcurso de las próximas décadas representarán, al menos, un tercio de la población mundial y cuyo ciclo energético es aún muy primitivo, por lo que pretenden sacar todavía mucho provecho de las fuentes más contaminantes. Será difícil convencerles de que reduzcan sus emisiones cuando, décadas atrás, las potencias occidentales hicieron lo mismo que ahora se les intenta negar a ellos.
Rafael Méndez señala: “Ya se dio un paso en 1997, en Kioto, pero entonces los países desarrollados solo se comprometieron a reducir un 5% sus emisiones en el periodo 2008-2012 respecto a 1990. Desde entonces, las emisiones mundiales han crecido un 49%, y el nuevo Kioto cubrirá aún menos porcentaje de emisiones, un 15% en el mejor de los casos”.

Ahora se trata de aplicar grandes recortes a todos los emisores de primer nivel. Reducir la concentración de CO2 es de 450 partes por millón, suficiente para impedir un calentamiento superior a dos grados, exigiría que el mundo recortara sus emisiones por habitante entre siete u ocho veces, según señaló Nicholar Stern en Durban.  “Lograr eso es política y tecnológicamente descomunal. Hacerlo en un mundo en el que los tratados multilaterales son cada vez más raros, con una crisis económica inabarcable y con una opinión pública cada vez menos preocupada por el calentamiento, parece hoy solo un sueño”, señala Méndez. 


Soluciones:
Bruselas quiere reducir las emisiones de CO2 en un 95% para 2050, poniendo en marcha un ambicioso plan energético. Para ello, la electricidad debería ver duplicada su demanda. Teniendo en cuenta el coste de las posibles inversiones en países en desarrollo, el coste de la electricidad también se duplicaría. Otra opción sería la imposición de una cierta austeridad energética, lo que abarataría el precio.

Sin embargo, los deseos de la Comisión Europea se topan con la realidad política de muchos países continentales que se desvían de esa línea. Günther Öttinger, comisario europeo de Energía, pone como elemento clave los proyectos tecnológicos en ámbitos como el carbón: “Mi intención es que a mediados o finales de esta década sepamos con claridad su utilidad y podamos instalarlos en las centrales térmicas. Sin ellos no podemos mantener las centrales térmicas a largo plazo y reducir las emisiones tanto como queremos”, señala. 

No obstante, Öttinger trata de contagiar un cierto optimismo: “Hacer el cambio hacia un sistema menos contaminante supondrá un coste económico que repercutirá en una subida del recibo de la electricidad, pero es un sacrificio que nuestra generación debe hacer para garantizar precios estables o más bajos a partir de 2030”. 

Mientras, las clases altas no ven peligro inmediato y no consideran necesario reducir su nivel de vida. La crisis ecológica es un aspecto más padece las consecuencias de una cúspide económica únicamente preocupada por su propio bienestar.

Por otro lado, los medios de comunicación no dedican, bien por iniciativa propia o por presión ajena, más espacio a las incontables situaciones de alarma ecológica como la que Kempf describe en su libro haciendo referencia a la gente que vive junto al vertedero en Guatemala. Él mismo dice: “El hecho de que en los cuatro extremos del planeta miles de indigentes se expongan a la mierda, las enfermedades y la indignidad para ganar algunos centavos no era nada nuevo”.

Por tanto, cualquier solución realista debería partir de un exigente sistema impositivo progresivo según la norma de “el que contamina paga”. Incentivaría a la clase poderosa a pasarse de forma paulatina al uso de energías menos contaminantes, introduciría la ecología en el subconsciente colectivo y, además, permitirá al Estado una importante recaudación en tiempos difíciles. 

Como es lógico, no tendría sentido que fuera una medida nacional, pues las empresas que más contaminan se marcharían hacia paraísos libres de trabas. Debe ser una medida internacional, fruto de la negociación entre todos los países, pues es un problema que, en mayor o en menor medida, les atañe a todos. 

Sería solo un primer paso. El compromiso global por proteger el planeta debe ser una responsabilidad ineludible. La clase dirigente está sirviéndose de la peor crisis económica en más de 70 años para excusarse de sus responsabilidades ecológicas. Los ciudadanos debemos cumplir nuestra parte y exigirles que se tomen verdaderamente en serio la urgencia del problema. Ojalá estas líneas hayan sido, cuanto menos, una contundente llamada de atención.

2 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  2. En mi opinión, una solución es la educación de los ciudadanos desde su infancia más temprana, ya que sensibilizar a los niños de hoy, implicará un gran cambio en el comportamiento de los adultos del mañana.

    ResponderEliminar